Cada vez que miro la puerta me acuerdo
de mi celda. Su falsa blancura, la abertura latente, el pasador.
Todo me hace recordar a ese espacio ínfimo donde murieron muchas de
mis certidumbres. Pasar todo el día viendo el techo me hizo pensar
que escribía tratados filosóficos sobre la soledad.
Él y yo habíamos acordado dar dos
golpes en la parte baja de la pared con el madero del tenedor cuando
era hora del baño, sólo para sentir que había otra persona ahí.
Era mi única forma de comunicación con el mundo. Todos los días me
tocaban la puerta. Ahí no respetaban mi privacidad. En cualquier
momento del día abrían el pasador para dejarme un plato de lo que
fuere: Fea comida de prisioneros.
Ese día, él no tocó más la pared.
Pensé que su tiempo había llegado y que al fin podía respirar el
aire fresco. Al poco rato, la Madre Encarnación decidió
interrumpirme, como siempre. Me entregó un papel, en total silencio.
Se fue dejándome con la misma angustia de siempre. Nunca entendí
porqué me interrumpían tan bruscamente, nunca me dirigían ni una
palabra. Él había muerto y me dejaba su última
voluntad en esa carta. Ahora el convento es mío, podré salir las
veces que quiera. En primer lugar, no sé como fue que terminé aquí,
pero todas estas monjas pueden dar por sentado que más nunca me
abrirán la puerta como les dé la gana.
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