Le gustaba mirar las cosas: Las examinaba de cabo a rabo, deteniéndose en cada detalle que podía. Marta conocía muy bien sus costumbres, así que lo dejaba mirar todo lo que él quería. Su apocalipsis llegó el día que decidió que vería el mar. Bruno no era precisamente romántico, así que era más fácil matar dos pájaros de un solo tiro. Las olas, la arena, el viento, el cielo parcialmente nublado. El ambiente no pudo estar mejor para dar un paseo con Marta por la orilla ni siquiera para que un grano de arena, un solo grano de arena decidiera hacer del ojo derecho de Bruno su cama. Era un enorme fastidio, como es de suponer, pero aún le quedaba su ojo izquierdo. Todo lo que podía ver con el derecho era una gran casa de arena cerca, demasiado cerca. Marta intentó quitárselo pero nunca logró ver nada en el ojo derecho de Bruno. ¿Desesperante? Sí, ya me lo imagino. Con infinitas historias en la cabeza sobre los delfines que se ven en la orilla y Bruno seguía con su grano de arena construyendo un muro en su ojo y Marta intentando derribarlo. No querían irse a casa, el grano de arena debía salir del ojo alquilado. Bruno ya no podía aguantar la ansiedad de no escarbar con la vista, la angustia era demasiada, todas las cintas métricas de todas las casas de la orilla no hubiesen podido medirla. Bruno se había olvidado de un pequeño detalle. Marta acostumbraba a llevar las uñas largas, siempre muy largas pero ya era demasiado tarde cuando las vislumbró con el ojo izquierdo, muy cerca de su cara.
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Cuento corto
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Narrativa
Cada vez que miro la puerta me acuerdo
de mi celda. Su falsa blancura, la abertura latente, el pasador.
Todo me hace recordar a ese espacio ínfimo donde murieron muchas de
mis certidumbres. Pasar todo el día viendo el techo me hizo pensar
que escribía tratados filosóficos sobre la soledad.
Él y yo habíamos acordado dar dos
golpes en la parte baja de la pared con el madero del tenedor cuando
era hora del baño, sólo para sentir que había otra persona ahí.
Era mi única forma de comunicación con el mundo. Todos los días me
tocaban la puerta. Ahí no respetaban mi privacidad. En cualquier
momento del día abrían el pasador para dejarme un plato de lo que
fuere: Fea comida de prisioneros.
Ese día, él no tocó más la pared.
Pensé que su tiempo había llegado y que al fin podía respirar el
aire fresco. Al poco rato, la Madre Encarnación decidió
interrumpirme, como siempre. Me entregó un papel, en total silencio.
Se fue dejándome con la misma angustia de siempre. Nunca entendí
porqué me interrumpían tan bruscamente, nunca me dirigían ni una
palabra. Él había muerto y me dejaba su última
voluntad en esa carta. Ahora el convento es mío, podré salir las
veces que quiera. En primer lugar, no sé como fue que terminé aquí,
pero todas estas monjas pueden dar por sentado que más nunca me
abrirán la puerta como les dé la gana.
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Eligreg ,
Por más que me esfuerce, no logro recordar nada de lo que
pasó ese día. Recuerdo que estaba algo nublado y que la muchacha que nos
atendió disfrazaba pobremente el mal genio que tenía. No acostumbro a tomar
nada en ese sitio que no sea el té frío, porque puedo ver con mis propios ojos
cómo lo sacan de ese recipiente gigante y me lo dan en la mano; no creo que
vayan a envenenar a todos sus clientes, aunque nunca se sabe de qué humor
amanece la gente.
Ese día
Darío me había invitado. No encontraba la manera de decirle que no, ¡Qué
repulsión, ver a otra persona comiendo! Muchos amigos tuve que se marcharon de
mi vida sólo porque les rechacé una invitación a algún restaurant; sólo Darío
entendía que Humero era el único que cumplía mis requisitos y era la única
persona que no me daba asco verla comer, sabía medirse. Esa vez él insistía en
que tomara de su café, que estaba delicioso, que ya entendía por qué me gustaba
comer en ese sitio y un montón de excusas para que pusiese mi boca en el borde
de su taza. ¡Qué repulsión! Además de muchas de las cosas que no tolero en la
vida, él viene a obligar a tocar su taza. ¡Ni siquiera sé donde vive! Darío
entendió mi actitud y al parecer estaba bromeando porque dijo algo como que yo
no sabía qué hacía y alejó su comida de mí.
A veces
me da miedo quedarme sin amigos, por eso elijo a aquellos que sepan comer
mejor. No puedo soportar pensar que toda esa comida puede terminar en mi cara
o, peor, en mis manos o en mi ropa. Me esfuerzo todos los días por lavar esta
camisa sin desgastarla como para que un idiota que no sé donde vive venga a
ensuciármela. Al menos he visto la casa de este idiota que tengo por amigo y
jamás he visto ni una sola partícula de lo que esté masticando. Tal vez deba
ser amigo de alguna modelo. Ellas no comen nada y he visto que muchas viven
todas juntas. No sé porqué no lo he pensado antes. No, mejor no, a veces son
bulímicas y eso sí que no lo puedo tolerar. ¡Qué repulsión!
Ese día
pude ver que había una mesera nueva. Era muy bonita. Tenía la piel de caramelo,
los ojos almibarados y la sonrisa más terrenal que he visto. Darío dice que
estoy enamorado y le creo porque quiero saber donde vive.
No me
importó que la cejuda de mal genio me hubiese atendido primero, sólo le quería
hablar a la chica untada de arequipe que relucía tanto desde el otro extremo
del local, así que la llamé para ordenar algo. Desde ahí no supe que pasó. Dice
Darío que quedé embobado por el whiskey que pedí pero todavía me pregunto por
qué no recuerdo nada después de haberla llamado. También dice que me vetaron de
ese lugar porque busqué sentarla en mis piernas mientras le preguntaba su
nombre, qué hacía en la vida y todas esas idioteces que hace la gente cuando se
conoce.
Me
encantaría acordarme de lo que pasó. Ahora tengo que buscar otro sitio donde
comer y, de nuevo, tomarme la molestia de seguir a todos los empleados hasta
sus casas después de que cierren. Dirán que soy maniático, pero necesito saber
qué clase de personas me sirven lo que estoy comiendo.
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